La salsa de la abuela
Hola! Hoy les traigo el cuento que les debía, lo escribí yo. Me encanta crecer en esto, es algo que me libera constantemente y me hace sentirme completamente libre. Ojalá lo disfruten, está basado en historias reales (eso es lo que más me gusta y lo hace más especial).
Con ustedes, "la salsa de la abuela":
Tenía 7 años cuando mi vida se tornó más pálida de lo normal, mi papá falleció. Con mi corta edad y un hermano menor, me costó mucho sobrellevar la situación.
Una vez, en un lugar donde fui a pagar la luz, vi un cartel que decía:
Con ustedes, "la salsa de la abuela":
Tenía 7 años cuando mi vida se tornó más pálida de lo normal, mi papá falleció. Con mi corta edad y un hermano menor, me costó mucho sobrellevar la situación.
Una vez, en un lugar donde fui a pagar la luz, vi un cartel que decía:
"Hay personas mágicas. Te lo prometo. Las he
visto. Se encuentran escondidas por todos
los rincones del planeta. Disfrazadas de
normales. Disimulando su especialidad.
Procuran comportarse como los demás. Por
eso, a veces, es tan difícil encontrarlas.
Pero cuando las descubres ya no hay marcha atrás.
No puedes deshacerte de su recuerdo.
No se lo digas a nadie, pero dicen que
su magia es tan fuerte, que si
te toca una vez, lo hace para siempre".
En mi caso, mi persona mágica fue Ida, mi abuela. Ella fue quien me enseñó todo lo que sé. A cocinar, coser. Me formó como persona, como hija, como mujer.
Buscaba la olla en la parte más profunda de la mesada, "agachate vos mi amor, que estás más cerquita del piso" me decía, con esa voz tan dulce que la caracterizaba. Tomaba la posición de un perrito y emprendía mi camino en busca del recipiente. El túnel que atravesaba era de color negro, con una luz brillante al final. Cuando llegaba, me encontraba con un jardín repleto de ollas de todos los tamaños, colores y formas. Había azules, amarillas, verdes, rojas, rosas. Cuadradas, redondas, triangulares y también con forma de corazón. Algunas gigantes, tanto que yo entraba en su interior y otras muy muy muy pequeñitas que ni siquiera cabía un pelo. Elegí la que me pareció más adecuada y volví.
Pelamos las cebollas, lo hacía como cuando descambiaba a mis muñecas, despacito, sin romper ninguna "pielcita" así les llamaba yo y a mi abuela se le llenaban los ojitos de amor. Las metíamos al agua y esperábamos que se blanqueen. Las primeras veces me imaginaba que se iban a poner blancas, como la nieve, pero no, se hacían transparentes. Era casi casi, como cuando ves por el vidrio de la ventana.
El tiempo de espera era bastante y a mí me daba sueño, entonces era la hora de la siesta.
El hada cuentacuentos se acercaba a mí, me llevaba a su gran biblioteca y elegíamos uno especial para ese momento.
Más o menos en el segundo párrafo comenzaba a ser parte de la historia. A veces era princesa, otras guerrera, a veces era indiecita, algún animal. Una vez, fui como una especie de dragona que lanzaba fuego por a boca (como cuando mi mamá se pasa un poco con la pimienta) y tenía que salvar a un gatito que estaba en medio de una pileta con lava, a punto de caerse de la base que lo sostenía.
Todo terminaba con el llamado de la abuela diciendo: "pinina, ¡las cebollas ya están como el vidrio!.
Entonces agarrábamos los cuatrocientos gramos de carne picada y os poníamos dentro de otra olla que busqué en el jardín.
A veces le agregábamos chorizos que el abuelo traía del campo. Le daban un sabor especial.
Ahora teníamos que esperar que todo lo que habíamos hecho se cocinara bien, eso llevaba bastante tiempo pero ya no tenía sueño.
Si el clima nos acompañaba, salíamos al patio a jugar. Los árboles comenzaban a unirse, formando grandes paredes que armaban el mejor laberinto del mundo entero. Una vez que llegaba al fin, cambiaban su forma, generando un nuevo camino listo para ser recorrido por mis zapatillas rosas.
Buscábamos los tomates de la huerta que estaba al fondo del patio el día anterior. La abuela los cocinaba para que quedaran blandos, así yo los aplastaba y hacía el puré.
Cuando el color de la carne era más marrón, significaba que estaba lista para recibir la lluvia roja. También la verde (como si cayera pasto del cielo) que la juntábamos del costado del patio, al lado del árbol aaalto donde me subía siempre. La blanca, marrón (redondita como granizo o chiquita como llovizna) y la otra roja, finita y picante, la íbamos a comprar al mercado del duende de los condimentos, que siempre nos esperaba con una gran sonrisa.
La llama de boca de dragón, la bajábamos para que sea como una corona de princesa y así esperábamos que las agujas del reloj den la vuelta entera.
Mientras tanto, el aroma de las lluvias inundaba el lugar y cada rincón de cada persona que pisaba esa cocina.
Desde aquellos tiempos, el olor me hace traerla a memoria. Cada paso de su minuciosa receta. Cada palabra salida de su boca. Cada caricia dada por sus manos. Cada instante de amor que yo vivía con ella.
"la salsa de la abuela" para todo, y para todos. Desde siempre, y para siempre.
Gracias por estar,
-Agus.
Comentarios
Publicar un comentario